La niña de la no sonrisa

Por: Olga Mendoza

No había nada de malo en ella, o quizá sí. Lo cierto es que guardamos nuestros monstruos muy adentro para que no salgan a la luz a espantar personas, incluso para no asustarnos a nosotros mismos. Hay quien teme a sus demonios y hay quien los alimenta con gusto.

Sin ningún remordimiento, Raymunda Villalpando pateó un caracol que se encontraba en el paso rumbo al jardín de su casa. El rastro baboso del caracol le causó asco y rabia, ¿por qué dejaban ese brillante camino los repugnantes bichos?

No era fácil tener 9 años y llamarse Raymunda, suficiente razón para odiar al mundo entero. Su nombre fue elección de la estúpida de su abuela, que tuvo a bien sugerir que se llamara como su padre: el flamante médico Raymundo Villalpando, reconocido psiquiatra de la Ciudad de México.

La aislada niña acudía con desgano a la escuela, ahí no se podía estar tranquila. Las compañeras de su salón hablaban siempre de tonterías: niños, juguetes, las peleas con sus hermanos, y trivialidades del tipo. Solo una vez se acercaron a Raymunda para conocerla, y ella les preguntó «¿Qué harían si supieran que hoy se van a morir?». Las niñas se miraron entre sí un tanto confundidas y se largaron sin dar la menor explicación.

Un día, afuera de la escuela, se encontraba la mamá de Raymunda charlando con la mamá de uno de sus compañeros de clase: Mariano, un niño flaco, alto y casi transparente como un fantasma. Era igual de callado que ella, pero sin ninguna gracia. Lo único destacable, además de su piel diáfana, eran unos granos que le salían en las manos que les llamaban mezquinos y que para Raymunda no eran más que unas verrugas repulsivas dignas de ser cortadas y escupidas.

La mamá de Mariano vio a Raymunda caminar hacia a la salida de la escuela y la saludó frenéticamente meneando su mano de un lado a otro. Cuando por fin llegó la niña, la recibió con la voz chillona que la caracterizaba y dijo «Hola, nena. ¡Qué gusto verte! Estoy aquí platicando con tu mami, a ver si un día de estos te visitamos en tu casa y que juegues un ratito con Mariano». La pequeña no mostró ningún cambio en su expresión, solo miró a su madre y siguió de filo caminando al auto, pero la voz chillona la detuvo al gritar: «¡Raymundita, nena, sonríe un poco, no pasa nada si muestras los dientes de vez en cuando! Desde ahora eres «La niña de la no sonrisa”».

Al ser la hora de salida, muchos de sus compañeros de clase y de otros grados escucharon a la mamá de Mariano y desde ese día comenzaron a llamarla así, “La niña de la no sonrisa”, lo que produjo en Raymunda sentimientos encontrados entre el odio y la gratitud. ¡Qué le importaba a esa vieja cotorra si ella no sonreía! Simplemente, lo que hablaba con su chillona voz, no era ni remotamente interesante o gracioso. Por otro lado, prefería ser llamada así a que se dirigieran a ella como Ray, Raymunda, Raymundita, etc.

La niña de la no sonrisa se imaginó tantas veces cortando la lengua de la ridícula mamá de Mariano, incluso anotó en un cuaderno un sinfín de formas de hacerla callar para siempre: ahogándola mientras la hacía tragar las verrugas de las manos de su hijo, cortando de una sola vez la lengua mientras la veía caer, colocando una bolsa de plástico en su cabeza hasta ver colgar su cuello, arrancando la lengua de la vieja con sus propias manos. ¡Vaya! Había tantas y tantas opciones.

Esa idea de la muerte la rondó, la sedujo, la invitó a fantasear con ser ella quien decidiera sobre la vida de otros. Su juego favorito consistió en escribir cómo eliminar de su mundo a esos que no toleraba: el profesor gordo de educación física; su tía abuela que siempre la llenaba de baba cuando le daba besos; Ana Paula, la niña que se sentaba junto a ella en el salón y que no dejaba de hablar de su vida insulsa; a su madre, por ser amiga de la mamá de Mariano; a los perros de sus vecinos que no dejaban de ladrar y no le permitían seguir pensando otras mil maneras de matar. Raymunda se preguntó por qué solo hablan de asesinos seriales si también podrían existir y hablar de asesinas seriales… Quizá era tiempo de hacer historia.

Se encontraba sola en el recreo cuando se topó de nuevo a un caracol que estaba inmóvil bajo el sol abrasador del mediodía. Ella se agachó y lo miró con desprecio mientras un grupo de niñas –entre ellas Ana Paula– se acercó y en tono burlón preguntaron «¿Qué haces, «Niña de la no sonrisa»? Pareces tonta mirando a ese caracol», y comenzaron a reír. Raymunda se puso de pie, miró al caracol, levantó la vista y sin despegarla del grupo de niñas, lo aplastó y el crujido sonó lo suficiente para que algunas chiquillas pusieran cara de asco y otras caras de asombro, mientras que a Raymunda se le escapó una gran sonrisa de satisfacción que dirigió directo a su compañera Ana Paula y le aseguró «Quizá es hora de empezar a sonreír, querida… Tú serás el motivo».

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