Retrato

Por: Patty Díaz

Sus pequeños ojos son como la llovizna fresca que salpica los campos y el terregal del pueblo, apenas húmedos, limpios. Mira lejos, allá donde las nubes corren, al horizonte, donde desaparecieron los hijos buscando una vida mejor. Le cruzan por el rostro surcos que se bañan con la lluviecita salada que brota de sus ojos después de anegarlos, los ojos fijos, deseosos, quién sabe de qué.

Sus manos palmean la masa verdeazulada, logrando perfectos círculos regordetes, sus manos palmean y al vaivén de su cuerpo sus carnes se columpian; morenas, flácidas, sus senos se balancean. Sus senos que alimentaron a los hijos, que ahora están secos, como la tierra que labra al amanecer, como el campo al que ya no moja el arroyito, al que ya no calienta el sol, sus senos secos y fríos, inertes, que hace unos años todavía pedían una mano que los tocara, que los estrujara, que los besara; una mano que ahora está bajo la tierra del camposanto, una mano callosa y tibia, recia y amorosa.

Como un susurro, su voz es sedante, arrulladora, canta el día entero con ese timbre como de pajarillo adormilado, canta los corridos de antaño. Y al tiempo que canta a veces sonríe y su mirada se vuelve aún más transparente y ríe, incluso, ríe con una risa que es como un sollozo, ¿acaso es tan infeliz que aún sus risas son llantos? Ríe y su mirada cambia de rumbo, se tropieza con las casuchas, con la escasa vegetación, ¡por fin con el reloj de la plaza!, con la torre de la iglesia y el campanario, con la cruz, mira un momento al cielo y vuelve su mirada baja, sus manos palmeando, humeando el comal.

De una casita blanca, pobre y muy limpia, sale todas las mañanas Doña Luz, con la mirada baja y las largas trenzas húmedas aún por el baño matinal, para empezar la jornada de trabajo y soledad. Rebusca en el pequeño huerto algo que cosechar, según la época, lleva a moler el nixtamal y prepara la masa para echar las gordas a cocer. Gordas redondas, esponjaditas, calientitas, con las que se come a diario en santa Cruz.

Cuando acaba su venta del día, a la hora de la comida, Luz vuelve a su jacalito para comer y rezar, no va a la iglesia, nadie sabe por qué desde hace más de diez años no pone ni un pie en el atrio; mira de lejos la cruz y escucha las campanas, pero no va a misa. “Los padrecitos mienten”, dice, “piden centavos para todo, ¿a poco Diosito andaba haciendo esas cosas? No, si nuestro señor Jesús anduvo en el mundo así, igualito que yo de fregado, los curas son mentirosos y rete ladrones”. Prende su veladora y reza en su lengua “porque así mero me siento más cerquita de Dios”.

Para la tarde, la comadre Juana saca los tamales y de ahí se los deja a Luz, se le venden bien rápido, más que a la Juana en la plaza, en dos horas ya terminó y se vuelve a la casa a hacer su limpieza, “aunque sea pobre no tengo por que ser cochina” dice. Y limpia, lava su ropa y platica con Juventino, su marido, que sonríe y se deforma con el humillo del cirio.

A la noche, Doña Luz siempre llora, se sirve una copita de sotol (o dos, o tres) y llora en silencio hasta que el sueño la vence.

Hace una semana recibió una carta de la ciudad, como no sabe leer fue donde la comadre Juana para que la Lupita, que fue hasta la secundaria, se la leyera. ¡Luz María viene a verla!, tiene ya treinta años, se fue a los quince la muchacha con el novio que nomás la dejó botada con un escuinclito de días. Luzma conoció a otro hombre que la quiso derecho y hasta se casó con ella, ya tienen también una niña y como el marido es trabajador, les va bien. ¡Viene Luzma el próximo domingo! Llega a las tres de la tarde en el camión.

Toda la semana ha estado como cascabel Doña Luz, sus ojillos parecen más grandes, sonríe con más frecuencia y en su cuerpo viejo y cansado de adivina la alegría. El jueves hasta fue a la iglesia “a darle gracias al Santísimo y a la Virgencita”.

El viernes compró en el tianguis de la plaza una pintura, un cuadrito pintado a mano con una flor roja, con tallo y hojas verdes brillantes, en un florero azul, enmarcada con carrizo pintado de morado y rosa, cuando llegó al jacal lo colgó con un listón azul sobre la cabecera de la cama. La casita se miraba más bonita, con enmiendas aquí y allá, con flores frescas perfumando por doquier. La repisa rebozaba veladoras y papelitos de colores y el Juventino parecía sonreís más que antes, en la fotografía amarillenta de siempre.

Era sábado, día de mercado, Luz gastó todo el dinero de la venta de la semana en fruta fresca y deliciosa, compró un pollo para hacerlo en mole “si llega a las tres seguro viene sin comer”, hasta compró arroz de primera. Y se compró una blusa nueva, bordada de flores de colores y unos aretes de alambre con unos vidriecitos rojos, rojos como su corazón que casi desbordaba, a cada hora latía más y más fuerte y a cada hora la alegría se le notaba más.

No recordaba haber estado tan contenta desde hace mucho, y se acordó entonces del día en que Juventino pidió su mano, apenas tenía catorce y el dieciocho, recordó también cuando tuvieron a su primer chamaco y fue hombrecito. Estaba feliz, hasta se le olvido el sotol en esos días, no había llorado y casi no había comido por las prisas, por el trabajo, por la emoción.

Ya estaba todo listo, el domingo se levantó temprano para preparar los guisos antes de la jornada, había que terminar temprano, para ir a la estación. ¿Traería a los escuincles?, en la carta no decía, “uy, cuando la Luzma era chiquilla le gustaba tortear, hacía bolitas de masa y las aplanaba y las volvía a hacer bola, una y otra vez, hasta que quedaban negritas de mugre”. Cuando nació Luz María, su madre casi se muere, le dio fiebre y la niña casi se le pasma, la partera no quiso hacerle el trabajo y la tuvieron que llevar al dispensario, en donde el médico, ese jovencito y güerito, dijo que era un milagro que estuvieran vivas y las tuvo internadas hasta que estuvieron buenas para irse. Fue entonces cuando se fueron a la capital; Juventino y Luz con la criaturita para visitar La Villa y darle las gracias a La Virgencita.

Mientras preparaba el festín, Doña Luz canturreaba y reía, se acordaba y bendecía. Había que hacer las gordas, hoy le quedaban más redonditas y sabrosas, hoy todo salía a su gusto. El mole nunca había estado mejor y el pollo suavecito, suavecito, el arroz bien esponjado y el agua de limón con chía en la cubeta con hielo para quedar fresquita.

Era la una y ya le andaba por irse, vendió la última docena de tortillas, tomó su canasta y corrió al jacal. Volvió a bañarse, se puso su blusa nueva, sus aretes, tejió sus largas trenzas con un listón nuevo y salió para la terminal.

Ya eran las dos y media, jugaba nerviosa con las barbas del rebozo, movía los pies y miraba, a cada rato a ver si llegaba el camión de la capital, paraba oreja para oír si lo anunciaban y su corazón brincaba y se alborotaba.

¿Cómo se vería la Luzma?, tan rechula como siempre y vestida ahora como las señoras de la ciudad que vienen los domingos a comprar collares y pulseras tejidos con hilos y cuentas de colores.

Las tres, ya debía llegar, pregunta en el andén, “ya viene señora, ya viene”. Llegó, Luz se levanta, se para de puntitas y estira el pescuezo, no la ve, ¿qué pasa?, ¿en donde está?

–Espera a alguien señora ¿el nombre?

–Luz María Juárez

La vocean, esperan, no se le ve por ningún lado.

–Pues no, señora, no llegó, tal vez en el camión de las seis.

 

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